Hace
muchos, muchísimos años, cuando existían animales
que sabían hablar, ocurrió que nació un gato cerca
de la granja de Pepe. En aquella granja había muchos animales que
Pepe, el granjero, cuidaba con la ayuda de su mujer, Teresa.
El pobre gatito tuvo la mala
suerte de quedar tapado por una hoja que había caído de
un árbol y, cuando su madre recogió a sus hermanos para
llevarlos a un lugar más tranquilo y seguro, a él no lo
vio; como los gatos nacen ciegos, él tampoco pudo ver a su madre
y hermanos. Así, el gatito quedó solo en el mundo y pasó
mucha hambre hasta que Pepe lo encontró al lado del camino que
conducía a su casa, y se lo llevó con él para cuidarlo.
Cuando el gato por fin pudo
empezar a andar por la casa, lo primero que escuchó fue a Teresa
que llamaba: "¡Pepe, Pepe! ¡Ven aquí un momento!".
Y el pobre gato fue corriendo porque pensó que Pepe era él.
Y siempre que alguien llamaba a Pepe, allá iba él corriendo,
pensando que lo llamaban.
Como no había conocido
a nadie más que a Pepe, Teresa, el cartero y algunos hombres que
trabajaban en la granja, el gatito pensó que él también
era una persona. Pero pronto empezó a tener problemas en la casa:
como creía que era un hombre, quería comer a la mesa con
los granjeros y claro, ellos no lo dejaban. Tampoco le permitían
dormir en una cama, y cada vez que intentaba ponerse un calcetín
de Pepe, el granjero o Teresa le reñían. El gatito no entendía
por qué.
Hasta que un día se
vio reflejado en un espejo. Él ya sabía lo que era un espejo
porque había visto a Pepe y Teresa usarlo para mirarse cuando se
peinaban, para ver si iban bien arreglados... pero nunca se había
visto a sí mismo reflejado en uno. Cuando por fin se vio, comprendió
que no era una persona. Pero, ¿qué sería? Se miró
y remiró largamente en el espejo: tenía cuatro patas y no
pies y manos como la gente, un rabo muy largo y el cuerpo cubierto de
pelo. . . No, decididamente nunca había visto a nadie como él.
Así fue como el gatito
decidió ir a dar un paseo por la granja para ver si se encontraba
por allí con alguien que se le pareciera.
Nada más salir de
la casa, lo primero que vio fue a un cuervo, negro como la noche, que
venía volando y se posaba en la rama de un árbol. Le pareció
estupendo aquello que había hecho en el aire y desde el suelo le
preguntó:
- ¡Eh tu!, ¿Quién
eres?
- Yo soy Jacinto, el
cuervo. Soy un pájaro. ¿Y tu?
- ¿Yo? Yo soy
Pepe y soy un cuervo también.
Naturalmente, a Jacinto le
entró un ataque de risa. Había visto muchos pájaros
en su vida y algunos muy raros, pero ninguno que se pareciera tanto a
un gato.
- ¿Estás seguro
de que eres un cuervo?
- ¡Claro! - contestó
Pepe que en realidad no estaba nada seguro.
- Pues ven aquí y
volaremos juntos un rato.
Pepe, el gatito, salió
corriendo y subió al árbol, porque los gatos si saben subir
por los troncos de los árboles. Pero cuando intentó volar
por encima del tejado de la granja, haciendo lo que Jacinto le había
explicado, ¡PLOFF!, se cayó con las cuatro patas en el suelo.
Jacinto, en la rama del árbol se moría de risa y a Pepe
le dio tanta rabia que se marchó de allí muy enojado, con
el rabo muy tieso.
Evidentemente, tampoco era
un cuervo, ni ningún otro pájaro, porque no tenía
alas, que era con lo que volaban según le había dicho Jacinto.
Así que siguió andando, intentando encontrar a alguien que
se le pareciera. Al poco tiempo, al pie de otro árbol, había
un animalito con algo en la boca. Pepe se acercó muy contento.
Tenía cuatro patas y una cola muy larga.
- ¡Hola!, ¿Quién
eres? - preguntó Pepe.
- Hola. Soy Fina, la ardilla,
¿y tú?
- Yo soy Pepe... y también
soy una ardilla.
- ¿Estás seguro
de ser una ardilla?
- ¡Pues claro!
- Entonces, ayúdame
a llevar esta comida hasta mi casa. Es el agujero del tronco de ese árbol.
Luego, si quieres, te invito a merendar conmigo.
Pepe y la ardilla cogieron
las nueces y castañas con la boca y las llevaron hasta la casa
de la ardilla. Cuando llegaron arriba, Fina dijo que ya podían
empezar a merendar y se puso a comer castañas. Pepe quiso hacer
lo mismo pero, claro, los gatos no comen castañas y mucho menos
nueces, y se lastimó los dientes y no le gustó nada aquella
comida.
-
¡Puaj! ¡Qué asco!
- ¿Cómo que
qué asco? ¡Es comida!
- ¡Pues a mi no me
gusta nada esta comida!
- Porque yo no me creo que
tu seas una ardilla. Desde luego, eres muy raro. Y si no te gusta mi comida,
ya te puedes marchar de mi casa y dejarme comer tranquila - respondió
Fina muy enfadada.
Pepe bajó del árbol.
No sabía muy bien qué hacer. No era una persona y no podía
vivir como la gente, no era un pájaro y no podía vivir en
un nido, no era una ardilla y no podía vivir en el tronco de un
árbol...
Un poco más adelante,
Pepe se encontró con otro animal que hacía unos ruidos muy
extraños y metía la boca en el suelo, como buscando algo.
Pepe se acercó a él y le preguntó:
- ¿Quién eres
tú?
- Soy Tucho, el cerdo, ¿y
tú?
- Yo soy Pepe, y soy un cerdo
también.
- ¿Tú un cerdo?
¡Eres un cerdo bien raro! ¿Quieres venir conmigo a ensuciarte
en el barro?
- ¡Vamos! - dijo Pepe
que no tenía ni idea de lo que era lo que quería hacer el
cerdo.
Pero los gatos, aunque no
les gusta demasiado el agua, son muy limpios, y lo que menos les gusta
es ensuciarse de barro. Así que al llegar a la charca particular
de Tucho, Pepe metió la puntita de una pata en el lodo y le dio
muchísimo asco. Cuando Tucho lo salpicó con las patas y
el hocico, de la repugnancia que le dio se le pusieron de punta los pelos
del lomo y el rabo tieso.
- ¡Vamos, Pepe! ¡No
seas un cerdo tan limpio! ¡Ven a bañarte!
- No, Tucho, lo siento. No
sería capaz de meterme en el barro contigo. Perdona, creo que no
soy un cerdo tan cochino como tú.
- A mí ya me parecía
que tú no eras un cerdo. Adiós, Pepe. Y si cambias de idea
y decides ponerte bien sucio, ya sabes donde hay una buena charca.
- Sí, Tucho. Muchas
gracias. Adiós.
Pepe continuó buscando
por la granja. Un poco más adelante se encontró con un animal
muy grande, muy negro y muy fuerte. A Pepe le pareció precioso
y se acercó a él.
- ¡Hola! ¿Quién
eres?
- Soy Pedro, el toro. ¿Quién
eres tú?
- Yo soy Pepe y soy un toro
también.
- ¿Tú, un toro?
- preguntó Pedro echándose a reír.
Pepe ya estaba harto de no
saber quién era y de andar de acá para allá y de
que todo el mundo se riera de él. Así que le dijo a Pedro
que estaba completamente seguro de que era un toro. El toro Pedro, muy
serio, le dijo: "¿Ah, sí?, Pues ¡intenta hacer
esto!", y salió corriendo a toda velocidad por el prado dándole
con los cuernos un golpe terrible a un árbol, que quedó
moviéndose de un lado a otro. Pepe ni lo pensó. Salió
también corriendo y golpeó al árbol... ¡y se
dio un topetazo tremendo en la cabeza! El toro Pedro se partía
de risa. Entonces le explicó que aquello que tenía en la
cabeza, además de un chichón que se acababa de hacer, eran
dos orejas, no dos cuernos. Además los toros comen hierba y seguro
que a él no le gustaba. Era cierto, sólo la comía
cuando tenía la lengua llena de pelos, después de lavarse,
o cuando le dolía la tripa, pero comer hierba no le gustaba. Así
que tampoco era un toro... Pepe se despidió de Pedro muy triste,
porque le habría encantado ser un toro grande, fuerte y negro como
él, y se marchó de allí.
Pepe ya no sabía que
hacer. Empezaba a pensar que era un bicho raro y que nunca encontraría
a nadie que se le pareciera. Pero cuando ya pensaba que tendría
que acostumbrarse a la idea de vivir solo, oyó que alguien decía
cerca de él:
- Miau, miau. . .
- ¿Quién eres?
- Soy la gata Calixta. ¿Tú,
cómo te llamas?
- Yo, yo... yo soy Pepe,
el gato.
Y Calixta no se echó
a reír, ni lo miró como a un bicho raro como habían
hecho los demás animales. Entonces, Pepe miró bien a la
gata. Tenía cuatro patas, el cuerpo cubierto de pelo, los ojos
almendrados, una cola larga y hablaba exactamente igual que él.
Todo igual que él. Entonces sí, entonces él era un
gato.
Calixta y Pepe decidieron
quedarse a vivir juntos en la granja y tener muchos gatitos. Y cuando
los gatitos crecieron y salían de paseo por la granja y los otros
animales les preguntaban quiénes eran, ellos contestaban lo que
su papá les había enseñado:
"Somos Tino, Catalina,
Claudio y Camila y somos gatos".
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